Puesto que, debido a que este año se ha decidido prescindir de las clásicas sesiones de tarde del domingo en detrimento de la experiencia Phenomena tan bien traída con dos clásicos atemporales como Alien y Total Recall (que, a su vez, aparté en beneficio de actos más sociales y amigables), he decidido condensar ambas jornadas con la esperanza de así ahorrarme el dilatar más en el tiempo las crónicas del festival, y no llegar a la 11 Muestra con aún alguna colgando del tintero.
Se abre la veda. Francis Ford Coppola está hasta los cojones y disfruta demostrándolo. O bien disfruta estando hasta los cojones y lo muestra como efecto colateral. En todo caso, Twixt (2011) seguiría siendo una inclasificable manera de apartar cualquier atisbo de su obra anterior a costa de perderse en uno mismo, de darse cuenta de que un cineasta no tiene por qué ser deudor ni de su propia obra y, al margen de los resultados, poder transitar el camino que a uno le venga en gana. Uno no puede quitarse la sensación de que el Coppola guionista quiso contar algo realmente potente y trascendente, y que en algún punto dejó de lado cualquier ínfula y se dedicó a decorar esta historia sobre el auge, desarrollo y caída del proceso creativo con elementos malsanos pocas veces eclosionados. Por ello mismo rompo una lanza a favor del film, que bastante tocado anda ya, que aúna cierto paralelismo sobre la carrera de Val Kilmer (el trauma que sufre su personaje bien podría ser la carrera de quien lo interpreta), conatos de evolución cinematográfica con las nuevas tecnologías que quedan como curiosidades rozando el ridículo, indicios de remonte lastrados por la desidia con la que lo trata y, sobre todo, la siempre agradable sensación de que un maestro suda de todo y no se corta en rodarlo.
Antiviral (Brandon Cronenberg, 2012), contada de forma resumida a cualquiera que guarde cierto interés en ella, no deja de ser una película deudora e incluso parte de la filmografía de su padre David; sin embargo, Brandon se destapa más deudor de otras óperas primas como Pi (Darren Aronofsky, 1998) o, como él mismo afirmaba, la saga Tetsuo, más que los intereses sobre la Nueva Carne que bien podría haber mamado desde su infancia. Mucho más estilizada en su forma que en su contenido, el planteamiento nada sutil sobre los virucuetos de la fama adquiere una visceralidad encomiable en sus últimos compases, una vez posicionada la enfermiza figura del protagonista como portador del mal; una suerte de camello de enfermedades controladas en beneficio de una sociedad enferma por conseguirlas, cuyo provecho denota cierto masoquismo que deriva al egoísmo más absoluto. Todo corporativismo en base a -literalmente- las entrañas de sus clientes y empleados plantea una metáfora mucho mayor, un mensaje mucho más elaborado que la simple vampirización del simple planteamiento distópico, y que inaugura una prometedora carrera al margen de cualquier predisposción genética.
Me pregunto si el hecho de que Cabin in the Woods (Drew Goddard, 2011) sucediera a la película de Cronenberg fue algo a drede, en tanto comparten muchos más puntos en común que lo que a primera vista podría pensarse. A estas alturas poco queda por decir de la particular visión de Goddard-Whedon del género, de cómo se atreven a destrozar sin contemplaciones los fundamentos del slasher y de las ganas de tocar los huevos a todo el que considera que tiene la clave para salvaguardar los preceptos del terror. Lo que bien esconde esta fábula corporativista en el fondo es un alegato absoluto al egoísmo ético, donde el clásico grupo de descerebrados teens con ganas de marcha eligen su propio destino condicionados por fuerzas mayores y que, llegado a un punto, solo se ven liberados de ese yugo aquellos que aceptan las consecuencias devastadoras de alejarse de ello. Obviar e incluso vilipendiar el sacrificio es la mayor victoria de una cinta que, cuando se disipe la bruma del fenómeno, uno espera que se mantenga como pilar al que acudir cuando se quiera hablar de la honestidad y capacidad de evolución del género.
No se puede exigir formalidad en una sesión golfa. Es decir, sí se puede, pero el riesgo de parecer imbécil (o demostrarlo) es bastante elevado. La propuesta de Dead Sushi (Noboru Iguchi, 2012) prácticamente exige ser un gamberro en la sala y un desalmado en el humor, poco tolerante a quien se acerca a una sala a exigir silencio y formalidades a viva voz. Absoluta deudora del anime más loco y bebedora a su vez de la verborrea Z más propia de la Troma, la tercera película japonesa de la Muestra propone aparcar cualquier tipo de prejuicio y análisis, denotando una falta de complejos y capacidad de llevar lo soez con unas tragaderas considerables. Debo destacar por necesidad su banda sonora, absolutamente patética y perfecta; lo momentos de introspección y moraleja entre salvajada y salvajada, dignos de las mejores obras de la serie Z; y, por último, que lleve al límite el tema culinario: por una parte toda la documentación -verídica- sobre la elaboración y correcta degustación de un buen menú de sushi, y por la otra los típicos chascarrillos culinarios sobre qué alimentos merecen la pena y los que no. Es algo universal y rancio, el enjuiciar sistemáticamente según nos guste lo que comemos. Porque a mí sí me gusta el nigiri de tortilla y quiero que conste.
Si con Grabbers el asunto denotaba una cierta desidia con el tema fantástico-comedia británica, Cockneys vs. Zombies (Matthias Hoene, 2012) parece buscar apuntillarlo con la discordancia entre lo que promete y lo que otorga. Quizás lo mejor que podría haberle pasado hubiera sido prescindir de referencias al decadente y particular mundo suburbial de Londres, que si bien uno no espera las incisivas formas del primer Guy Ritchie, tampoco lo hace con el festín de condescendencia y benevolencia de la que hace gala. Tan solo un par de apuntes cómicos sobre la ancianidad ante la llegada de la horda y el momento en el que las hinchadas zombies del West Ham y el Millwall se pelean (aún en su condición) suponen los únicos rayos de luz en un producto tan lastrado por sus inhibiciones como por su desaprovechamiento presupuestario.
Hace dos ediciones cerró la Muestra, y con cierto éxito, The Last Exorcism (Daniel Stamm, 2010), de la cual se dio buena cuenta en su momento. Si en aquella achaqué la discordancia entre prestarse absolutamente al found footage para saltárselo a la torera en su último tramo y, con ello, abogué por una narración clásica en esos casos, con The Last Exorcism Part II (Ed Gass-Donnelly, 2013) recurre a esa petición mal que me pese. Cuando precisamente el realismo de la cámara en mano hubiera sido más necesario, ya que al tratarse de la superación de un trauma y su posterior reinserción el formato documental encajaría a la perfección, prefiere adherirse a lo fácil y, desgraciadamente, de la forma más aburrida. Es una lástima que una saga que comenzó en su primer tramo como una vuelta de tuerca a los exorcismos cinematográficos a través de un farsante, termine por caer en los convencionalismos más trillados y las resoluciones más manoseadas.
Por último, me propuse no hablar de la Muestra más allá de sus películas, cero análisis del evento como tal, prescindir del típico cierre comentándolo. Voy a cumplirlo.