La predisposición asumida por el hecho de que la muestra presuma de ser "el ciclo del fin del mundo" me pesa, me pesa bastante; el género apocalíptico siempre me carga de seguidas si no me dan un tiempo prudencial, porque en teoría te están hablando de lo más gordo que nos puede pasar y, si me dan otra perspectiva del asunto cuarto de hora después, se pisan intereses en mi criterio. Toda esta neura personal se acentua en cuanto una de las películas mostradas está claramente doblegada a sus influencias y, lo peor de todo, a sus ínfulas de relevancia. La sombra de The Walking Dead y de The Road es amplia, y como toda influencia con un buen tratamiento de fondo, este se ve impulsado hacia superficie convirtiendo la supervivencia en algo rancio y, lo peor de todo, banal.
La primera de ellas, Hell (Tim Fehlbaum, 2011), producción de Roland Emmerich (el extrañamente proclamado "maestro de la catástrofe"), se distiende del tono del megalómano germano ante una historia pequeña, intimista y delimitada a cuatro personajes; un guión claramente mecánico y funcional, de ritmo dilatado en exceso y economizando la producción con lugares comunes, ténebres y baratos. Sin embargo, lo que en principio no dejaría de ser una película irrelevante, esconde a un realizador bien prestado a crear ambientes opresivos y sucios, a integrar a los personajes en beneficio a una percepción general de desolación y desesperanza, y que incluso los convencionalismos más chabacanos del género sabe manejar con una buena planificación visual. Aún con su frágil ritmo con predisposición al aburrimiento general, se trata de una película a medio gas de un realizador al que pienso seguirle la pista.
Por suerte y para rematar la jornada "oficiosa", el placer de disfrutar de nuevo de una de las mejores gamberradas de los últimos años: Hobo with a Shotgun (Jason Eisener, 2011), el derivado en largo de aquel trailer ganador de un concurso Grindhouse, y que pasa por ser la auténtica heredera del espíritu Troma, más que la continua y trasnochada aceptación de que todo lo que tiene grano viene de los setenta. Al igual que la película anterior recoge influencias con grandilocuencia, aquí lo que se respira es un respeto sumo a todo el cine basura de Kaufman, al giallo más chungo y, lo más jodido aún, a las risas malsanas que uno se echaba cuando veía esas maravillosas abominaciones en compañía. Por ello mismo agradecí quedarme a verla en comunidad aún habiéndola visto antes. La muerte de infantes de forma festiva, el desprecio al débil llevado hasta el paroxismo se disfrutan más rodeado de gente; todas las miserias humanas superando un límite donde solo la risa es la única salvación de una mente cuerda, y donde los bienpensantes se enorgullecen de serlo quedando como imbéciles a la hora de enfrentar su supuesta moralidad a los preceptos de la serie Z. Esa criba social a raíz de una película que solo la B, la Z y, en general, una mente libre de ataduras éticas ante la creatividad es capaz de hacer. Para más inri, Eisener y cía. se permite el lujo de unos diálogos profundos y desoladores sin que ello enfrente el colorista y paranoico mundo de ese transmuto de Tromaville que es la bautizada Fuck City, donde el infierno tiene tanta cabida como las ganas del espectador de mayores burradas. Y por lo más divino, una mención aparte para Rutger Hauer: que un actor con su carrera y su bagaje no solo se preste a una producción así, si no que además borde al personaje con la maestría de cualquier grande deja claro que estamos ante unos de los grandes actores de todos los tiempos, sin que se me caigan los anillos por decirlo. Por fortuna, y como suele pasar con este tipo de producciones, su trabajo será apreciado con una cercanía y honestidad que de otro modo no sería posible
¡Larga vida a la amoralidad en el creatividad!
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