viernes, 8 de marzo de 2013

10 Muestra SyFy, día 1: Con toda franqueza...

...el único contacto con el mundo de Oz del que puede presumir quien suscribe va pasando por: Primero, todas las referencias que salpican la cultura popular, sobre todo en una serie como The Simpsons; segundo: el tenue recuerdo de lo que, en mi infancia, creía que se trataba del film de 1939, cuando en realidad es un amalgama de imágenes clavadas en el subconsciente que mezcla la original con su secuela apócrifa, Return to Oz (Walter Munch, 1985). Una suerte de niebla mental que carece de cohesión, de tiempos donde el cine se trataba de algo más tranquilo, menos analítico y, sobre todo, mucho más impresionable.

Por ello, como profano de la mitología creada alrededor de la obra de L. Frank Braum, decidí no ampliar horizontes antes de abordar una película como Oz: The Great and Powerful (Sam Raimi, 2013) y no tener mucha más base que la reminiscencia infantil antes citada, que pasa por ser uno de los elementos más intrínsecamente tétricos que recuerdo. Como mundo fantástico, Oz parece extraño e impostado, deliberadamente impostado, plagado de metáforas y retórica nada alejada de fábulas a priori más oscuras; esa sensación de estar ante un fabulante que, a través de sus personajes principales, intenta alejar de la oscuridad al espectador a costa de inducir el miedo justo para no terminar alertándolo.

Toda fábula se sustenta en la farsa; por lo tanto, todo fabulante es un farsante. La charlatanería de James Franco, que se ve realmente beneficiada del increíble carisma y buen hacer del actor, contribuye a esta línea donde el relato está manejado por las maquinaciones de quien presume de poder y no lo tiene. De escasa sutileza, pero presente, el concepto de mago de barraca ante un mundo sustentado por la magia real da resultado a una interesantísima reflexión sobre el poder del relato mismo; en realidad, de todos los relatos. Lo que en un principio resultaría achacable a una desmitifación de la magia, como sucede en otras revisiones de relatos clásicos, en realidad se convierte en una exaltación del poder real y tangible del acto de narrar, apoyado en su condición del viaje iniciático de un personaje plenamente instaurado en el colectivo como ejemplo de catalizador de valores instrínsecos a la condición humana.

 Quizás por ello el mundo de Oz ha perdido parte de ese carácter siniestro que, como aclaraba antes, no tiene un fundamento más racional que el que pudo tener hace veinte años, y que colinda a la obra de Raimi con similares connotaciones. Y por ello no puedo dejar de estar agradecido que mi idea sobre el mundo de Oz sea una farsa propia, fundamentada en el recuerdo nada banal de monos voladores y un technicolor donde el verde esperanza se torna en terrorífico: un lugar donde todo lo bucólico se vuelve oscuro y donde, como siempre sucede, la farsa termina tomando la delantera a la magia. Para suerte de todos.

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