miércoles, 23 de febrero de 2011

Serie Z patria: una cutreflexión.

(Artículo publicado originalmente en Welovecinema a 25 de febrero del 2010)

Hubo quienes aceptaron, hace bastantes años y en otras latitudes, que el cine podría nacer de una historia, una simple idea. Tomar de base lo escrito y ajustar un presupuesto, una producción para llevarla a cabo. Nacieron entonces los estudios, los productores, las compensaciones presupuestarias en pos de sacar adelante el producto y no terminar tragando polvo en el intento. Y, sin embargo, existía gente a rebufo, que no contaba con las ágiles firmas de los ejecutivos, y que podían aspirar, como mucho, a ser los consortes de otra producción mayor en algún autocine dejado de la mano de Dios. Entonces nacía la serie B. Luego llegarían sus señas de identidad, pero la base del movimiento (que si bien se consideraba un tránsito indigno para todo aspirante) sigue vigente: hacer un ejercicio de abstracción respecto al guión, considerar los límites económicos como un acicate creativo y, ante todo, no dejarse llevar por el estigma ignominioso –y falso- que arrastra el concepto.

La serie Z, en esencia, no necesita mucha más definición: tan sólo aceptar la Serie B como Serie A (sea lo que sea eso) haría de un realizador un creador de serie Z, aunque mucho más sujeto a la ojeriza de los que se molestan más en defender la dignidad de su criterio que en tenerlo. El espaldarazo definitivo nació de las inquietudes del dúo Kaufman-Herz, fundadores de la Troma, factoría de auténticos ejercicios de mal gusto y depravación pero, a su vez, de una visceral e intimidatoria libertad creativa. De sus macabramente divertidas películas, plagadas de todas las destrucciones del tabú que uno se podría imaginar (no faltan referencias al retraso mental, a la muerte gratuita, a provocar carcajada por las mayores desgracias), se podría encontrar todo lo que hace de la Serie Z lo que es: bajísimo presupuesto y una carencia absoluta de complejos a la hora de jugar con ello.

¿Desde cuándo podría considerarse Z lo que, a efectos prácticos, cuesta discernir de lo B? Ramón López Bello demostró que podía hacerse algo cachondo por las calles con Espiderman ya no vive aquí (1985), producción de culto entre los que frecuentábamos los fondos de Subterfuge, donde el concepto de parodia chanante tan de boga hoy se aplicaba a los superhéroes clásicos dentro del contexto de un Madrid de los ochenta. Los localismos, otro elemento que funciona realmente bien en la Z, forzosamente aplicado por no disponer de otro ante la carencia de producción.

El espíritu de la Troma tiene su mayor representante con la ya clásica La Matanza Caníbal de los Garrulos Lisérgicos (1993), del tristemente desaparecido Toñito Blanco y Ricardo Llovo, donde también se pueden sacar ciertos paralelismos a Bad Taste (1987) a la hora de usar ingeniosos tiros de cámara simulando grúas o travellings, cuando se carecían completamente de ellos. Con la participación de un Manuel Manquiña en estado de gracia, sus realizadores se dan el gusto de seguir con descaro los patrones de la Troma, incluso aplicando un doblaje sobre el sonido que sería la pesadilla de cualquier crítico bienintencionado.

¿Pero cómo ha repercutido el fenómeno en este país? ¿Existe un equivalente a la Troma ibérico, un punto de inflexión en el que se puedan reunir toda una caterva de realizadores con plena libertades? La respuesta es sencilla: no. Un no con sus reservas, pero no existe en la actualidad nadie en España que ejerza la influencia que Lloyd Kaufman ha dejado en EEUU en cuanto coger una cámara y dejarse las inhibiciones en casa. Si bien la larga influencia de Jess Franco ha provocado una gran cantidad de Films bajo su ala (y la mayoría, como Kaufman, con él presente) no podría considerarse tanto como Z por el afán elogioso-homenaje de la mayoría de ellas. Ejemplo tenemos con las obras de Pedro Tombury: Karate a Muerte en Torremolinos (2003) y Ellos robaron la picha de Hitler (2006), simpáticos ejemplos de economizar en pos de la historia, pero que lamentablemente fallan en tanto que esa misma historia está viciada por el simplismo del homenaje barato. La superficie de la Serie B rascada, la consideración de que lo que hace una buena producción cutre es ser cutre desde lo escrito, lastran ambas películas hasta dejarlas como burdos homenajes de los elementos que la misma Serie B gustaba de bordear. Porque básicamente, una película mala es un juicio: hacer intencionadamente una película mala, una insensatez. Tanto el revival de la sci-fi, lo vintage y la recuperación de los conceptos clásicos de la misma han llevado a pensar que cualquier homenaje, por el simple hecho de serlo, ya adquiere una validez perpetua de cara al público. Que lo cutre, lo malo a propósito, tendrá algún tipo de aceptación solo por serlo.

Aún con todo, se pueden encontrar en la actualidad ejemplos de auténtica motivación por sacar algo a delante: La Furia de McKenzie (2005, P. Campano, F. Caña y J.L. Reinoso): con una producción de dos mil euros, sus realizadores consiguen que el resultado evoque el espíritu de la Z sin ningún complejo a la hora de mostrar con orgullo sus carencias, usarlas con ingenio para que luzcan estupendamente y permitirse el lujo de hasta homenajear a Peckinpah en todo el contexto. Un buen ejemplo de libertad creativa que crece a través de los límites económicos e incluso de crítica. Igualmente, nombres como Ricardo Ribelles y su excesiva y mimada El Barón contra los Demonios (2007), una locura barroca, salvaje, barata; en definitiva, un Z de ley, donde tardaría más de diez años para acabarla repleta de desmadres evocando a Corben, Frazzeta o Peter Jackson. Un sindios que choca con otras propuestas como Fernando Project (Naxo Friol, 2001), retrato costumbrista con cierta mentalidad outsider, donde la carencia alimenta el entusiasmo de todos y cada unos de los integrantes de la producción.

En definitiva, no se podría afirmar al 100% que la Z sea una constante en el cine español: sin embargo, diversas iniciativas como la que viene haciendo el festival Peor Imposible en Gijón o la Semana Internacional de Cine Fantástico y de Terror de Estepona, donde si bien no se dedican de pleno a ello, sí se molestan en otorgar un pequeño espacio a gente de pocos recursos y muchas ganas de aprovecharlos. A quien suscribe le encantaría pensar que la proliferación de lo digital abrirá aún más el campo, sin aspirar a más que narrar historias y no considerar denigrante el hecho de hacerlo sin usarlo de tránsito a aspiraciones mayores: en ese sentido, la aparición de Javi Camino con la ayuda de… ¡su madre! (ya de por sí es Z el concepto) en el panorama cinematográfico resulta reconfortante; descubrir que, a pesar de las loables iniciativas para cambiar el sistema, se puede trabajar al margen de él si se presciden de innecesarias inhibiciones. La Z no es una moda, no es un movimiento: la Z es una filosofía de hacer las cosas (el propio Lars Von Trier admitió basarse en la Troma para su participación en el Manifiesto Dogma) que no acepta mercadotecnias o corrientes a la que atarse. Y quizás ese sea el problema para que no prospere como concepto por aquí más allá de que se venda bien.

Y ahí está el asunto… ¿cómo vender lo que, de base, no quiere ser vendido?

martes, 15 de febrero de 2011

VIII Muestra SyFy de Cine Fantástico

Aún a falta, por otro año más, de un festival del fantástico en condiciones en la capital de España (que se dice pronto), Universal vuelve a traernos la Muestra de Cine Fantástico en su octava edición, segunda con el nombre adoptado del canal disponible en diversas plataformas. Quizás lo más destacable de este año sea la presencia de las últimas aportaciones de Takashi Miike y Park Chan-wook, aún inéditas por aquí. Lo más criticable, probablemente la saturación del terror en la parrilla, que pone aún más en relieve la ausencia de otros géneros presentes el año pasado como la ciencia ficción o la animación.


Al igual que todos los años, la muestra se abre un jueves con una producción aún no estrenada y con mayores perspectivas comerciales que el resto. En este caso se trata de Destino Oculto (The Adjustement Bureau), una nueva adaptación de Philip K. Dick que, a tenor del trailer, vuelve a englobar la ya de por sí dilatada lista de "películas sobre K. Dick con poco de él y muchas, muchas carreras". Dirigida por George Nolfi (uno de los guionistas de la saga Bourne), las espectativas de un servidor son escasas, aunque siempre abierto a que me pueda sorprender dentro de una serie de adaptaciones de las que aún no han sabido sacar el jugo al desquiciado autor.


Para el viernes 4 se cuenta con un horario marcado por la violencia, la de Paul Andrew Williams (director de la pretendidamente descacharrante The Cottage) con Cherry Tree Lane, cuya premisa promete un thriller a la altura del ya estrenado el año pasado La Desaparición de Alice Creed, y que personalmente incluyo entre lo mejor de aquella muestra. Continúa con el peculiar homenaje de Takashi Miike a Kurosawa con sus Thirteen Assassins, el que ya estuvo presente hace un par de años con la adaptación del videojuego Yakuza, y que parece seguir el esquema "clásica al comienzo, locura para el final." Y ya para golfear, Tucker and Dale vs. The Evil, parodia de los slasher americanos con rednecks luchando contra un mal sobrenatural y Shadow, otra muestra más de los efectos que el tema esotérico nazi ha causado en una generación de realizadores.


Para el sábado 5 destacar la ausencia de películas ligeras de buena mañana, y que recuerdo con especial agrado Las Crónicas de Spiderwick de otros años. Lejos de ligerezas, la jornada comienza fuerte con terror coreano de mano del director de Dos Hermanas: I Saw the Devil puede resultar un thriller no apto para quienes estén haciendo la digestión a esas horas. Si por poco fuera, Victor Crowley vuelve en la secuela de Hatchet, uno de esos éxitos que hacen bola de nieve y que espero no decaiga en una segunda parte inflándola de más de lo mismo. El detalle bizarro de la jornada llega de la mano de Dario Argento y su tan cacareada (en su momento) Giallo, más conocida como "la película del Brody y la Pataki". En este mismo blog se puede leer una crónica de chinocudeiro al respecto su pase por Cannes. Por último, una de terror francés sanguiloniento y retorcido con Caged*, para así irnos a la cama tranquilos.


Por acabar, el domingo 6 disponemos de un auténtico tridente del mal rollo con Thirst, nueva muestra de Park Chan-wook bastante alejado ya de su trilogía de la venganza y que podéis leer sobre ella en el link anteriormente citado. Más terror y sadismo asiático con Dream Home y, por acabar, la confirmación de que Eli Roth se ha cansado de ser "el producido por" y ha querido a pasar a ser "el que produce a": The Last Exorcism, que recurre al excesivamente popular falso documental pero que, si tengo que hacer caso a las referencias, debería verla sí o sí para romperme viejos esquemas.

*Edición a 3 de marzo: La exhibición de Caged para el sábado 5 se ve sustituida por Dinocroc vs. Supergator, englobada en la programación de Trash entre amigos.

domingo, 6 de febrero de 2011

94 minutos con Boyle

Uno debe admitir que el reto de enfrentarse a la nueva película de Danny Boyle ya le suponía un pesar, en tanto se trataba de una historia de superación personal que podría adoquinar el ya tedioso camino de las historias de superación personales; que, a su vez, salía de una película bastante más acomodaticia en contraste al resto de su filmografía como se trataba de Slumdog Millonaire (y de la que no me expondré a calificar de sobrevalorada cuando ya sólo la comparación la define) y que, para colmo de todos los males, contaba con el total apoyo de una industria que llevaba intentando hacer suyos sus valores tras todo el reconocimiento salvaje que recibió en el 2009. Sin embargo, y en una de esas sorpresas que atacan directamente al prejuicio y hacen que uno se plantee la (in)utilidad de tales presunciones, 127 Horas se ha destapado como quizás el film más rabiosamente vitalista, que no almibarado; hermoso, que no esteticista; y sobre todo carente de moralinas o intenciones sermoneantes cuando todo parecía indicarlo.

Danny Boyle (1956, Manchester, UK) probablemente se trata de la figura más esquiva de los realizadores británicos surgidos de una televisión carente de ataduras. Ya desde el éxito de Trainspotting se le intentó atar en corto, aprovechar su imaginería visual (siempre justificada) en pos a producciones más taquilleras como la cuarta entrega de la saga Alien. Sin embargo, Boyle se resistió hasta el bacatazo de La Playa, un interesante desastre donde la desmedida ansia del estudio por buscar el taquillazo supremo llevó a promocionarla en base a su estrella, Leonardo DiCaprio, desconcertando a un público que no esperaba algo así en el cine, y que para más inri supuso la ruptura de Boyle con su actor fetiche Ewan McGregor. Con todo, supo recuperarse volviendo a producciones pequeñas y un absoluto control creativo tocando diversos géneros, bifurcando a sus intereses lo más popular: el terror en la angustiosa 28 Días Después, la space opera de personajes en Sunshine o el drama social británico con tintes de comedia en Millones.

Quizás por ello Slumdog Millonaire chocara en sus resultados, tratándose de una producción precaria sin mayor apoyo que el que llegaría a posteriori tras la popularidad que por su propia cuenta iba cogiendo. Que una película donde los temas a tratar fueran de una forma liviana, fácil y sin los matices que Boyle suele imprimir en todas sus películas no presiagaba nada bueno si conseguía tener éxito... Éxito que se tradujo en el aluvión oportuno de óscars y en una distribución internacional vendiendo con ello la moda Bollywood como si no hubiera existido antes.

Ante ese panorama, 127 Horas se rebela: Boyle vuelve a un cine visceral al límite, que ataca a a los sentidos con un montaje donde injertos de anuncios de refrescos te dejan bien claro en la garganta que el protagonista tiene sed o el empleo del sonido como clave para sentir lo punzante del dolor. A un nivel más interno, los recursos de los que dispone Boyle para representar los recuerdos como defensa ante una situación límite parecen ilimitados; tanto que, una historia que podría haber dado poco de sí en otras manos, se hace incluso corta ante el personaje que Boyle y un titánico James Franco perfilan. A través de lo únicamente sensitivo consiguen que el espectador profundicen en la psique de alguien en una situación extrema, que va tomando conciencia del valor de su propia vida, y que detecta que en el mayor problema de la misma reside la clave para ser liberado.

Porque 127 Horas esconde algo más que un simplista mensaje sobre el valor del vivir: más bien se plantea la búsqueda de razones por las que vivir, y sólo cuando una piedra te hunde más y más en tus intentos por salir uno puede hacer criba de todo ello. En cierto modo no se aleja tanto de sus otras muestras de personajes en situaciones difíciles, cuya búsqueda de motivos vitales también resultan igualmente tortuosas aún con resultados diferentes.

Quizás la diferencia está en que Aron Ralston ha sabido encontrar el motivo a costa de una parte de sí mismo, a todos los niveles. Ya sólo por ello merece la pena confiar en un Boyle que sigue igual de esquivo que siempre.